EL DISPARO

En homenaje al filósofo Franz Hinkehaimer

Basilio Chonta, bajo un amanecer septembrino, en lo alto de un húmedo cerro de La Paya, cerca del río Putumayo, sintió que todo estaba dado para disparar; enfrente tenía al hombre que había perseguido durante tres largos años: –¡Así te quería ver, cobarde! –le dijo, apuntándole con determinación. 

El disparo sonó como sonaría la explosión del sol, el humo de la bala nubló el paisaje y el estallido del plomo desprendido ensordeció sus oídos.  La bala penetró el pecho, perforó el corazón, reventó arterias pulmonares… y proyectó su rumbo letal, saliendo ensangrentada por la espalda. Mientras el hombre baleado caía de rodillas, sin vida, el proyectil asesino ya era un vuelo de fuego hacia el horizonte del este.

Basilio Chonta pudo ver, en medio de la humareda, un punto rojizo que se perdía en lontananza. Entre más segundos duraba en el aire, la bala adquiría mayor velocidad; inició un viaje sobre la línea equinoccial de la tierra… recorriendo, en sentido contrario, la ruta aparente del sol. Pronto cruzó los parajes de los verdes yarumos, kukulles y palmas chambiras de la región del Araracuara… unos monos aulladores, al verla pasar, bajaron de los árboles estristecidos, indígenas Ufainas del río Apaporis intentaron detenerla con flechas y dardos con curare, sin poder acertarle, entonces, pensaron que era la cabeza del sueño de Manariñawa (la hija del sol); a su paso dejó una estela humeante sobre las oscuras aguas del río Negro; aparecíó por la atmósfera del río Branco como un colorado ombligo aéreo que generó, en los delfines rosados, un trenzado de saltos inusuales;  silenció, con su vibración en el aire, la sinfonía que miles de chicharras ejecutaban en un bosque de castañas de Pará y, justo en el ancho delta del Amazonas, entre los vapores de Macapá y la isla de Marajó, alcanzó una aceleración constante y obtuvo una mayor altura, así traspasó el lomo azul del océano atlántico entre Sudamérica y África. 

Siendo un zumbido ecuatorial, trasvoló el islote de las Rolas, en el golfo de Guinea, y entró al continente africano sobre la orilla del estuario de Gabón, siguió su vuelo por entre los cálidos vientos que cobijan el profundo río Congo, en donde un pescador la señaló, murmurando en lengua swahili: “…kupita nyota ya mchana” -estrella del mediodía que pasa-; el lago Victoria Nyanza la reflejó en su espejo de agua como si fuera un vertiginoso pez pintado nyererei; en los cielos del oriente africano, sólo se percataron de su presencia tres pájaros suimangas, un halcón peregrino -que decendía por las laderas del Monte Kenia– y dos hierberos de Somalia, recolectores de plantas medicinales en las sabanas de Jubbada Hoose, quienes creyeron que era una señal premonitoria de sus ancestros, cuyo secreto se les revelaría en el ritual de poder de las hojas de khat. 

Ya en el océano índico, el plomo homicida, aumentó su unidad de rapidez y se encontró con una bandada de aves fregatas circunvolando los atolones de las Maldivas. Una de las aves delanteras cayó fulminada por la bala imparable, precipitándose en las arenas del sur del atolón de Addu. Prosiguió su viaje con tal propulsión que se hizo casi invisible a los ojos humanos, sólo perceptible a las almas más sensibles; se introdujo en las nubes de Indonesia, cuajadas por los monzones  de invierno, ni la humedad de la lluvia consiguió disminuir su velocidad; un monje budista de Kalimantan se estremeció, al sentirla en su meditación: ¡Samsara!… fue la palabra iluminada en su mente. . . la bala salió del cielo nuboso de Borneo conservando su mancha carmesí y continuó la trayectoria hacia la penumbra del ocaso, donde refulgían las siluetas del archipiélago de Kiribati. Penetró en el manto de la noche que cubría a Oceanía, tal si fuera el brillante ojo rojo de una inalcanzable ave mítica. Los grupos de pescadores nocturnos polinesios, que faenaban al sur de Kiritimati (Isla Navidad), la percibieron como un fragmento luminoso de mal augurio, desprendido de algún cometa lejano… acercaron sus catamaranes e iniciaron una danza sentada, cantando una antigua oración de rutas estelares entre estrellas fugaces y fosas oceánicas. 

La munición escarlata siguió su acelerada marcha orbital sobre el paralelo cero, franqueó el crepúsculo matutino por el norte de la isla Isabela, en las Galápagos, y encima de las piruetas de las ballenas yubartas desarrolló su máxima velocidad; el agudo metal era una onda de choque en las brisas marinas de las playas del sur de Pedernales y parecía cortar el planeta en dos pedazos al pasar por la mitad del mundo; los cóndores del volcán Cayambe, la persiguieron lanzando sus graznidos de cortejo hasta el firmamento del Sucumbíos… allí,  dibujó una curva descendente, en dirección a un húmedo cerro de La Paya, muy cerca del río Putumayo; al aproximarse a la cima del cerro se adentró en el túnel del extraño eco que antecede a una muerte humana. 

Antes de enfilarse hacia el origen de su disparo, la bala vengativa, atravesó a dos espíritus guardianes que cuidaban el aura y la espalda de Basilio Chonta; los espíritus protectores nada pudieron hacer para evitar el impacto, la bala llegó en medio del túnel del eco, en el cual rebotaba, una y otra vez, la frase: –¡Así te quería ver, cobarde! – ; mortal se incrustó en la región occipital del cerebro del hombre que la había disparado unos segundos antes. 

La boca de Basilio se abrió para gritar la agonía de su propio fin… y, nuevamente, se escuchó el sonido del disparo, que sonó como debería sonar la explosión del sol. 

Una anciana, que lo había presenciado todo, cerró los ojos y susurró: el asesinato es suicidio

Miguelángel Epeeyüi

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