El Hambre siempre ha sido personificado en el conjunto mítico de los pueblos originarios, siempre, allí, ha sido nombrado en el espacio de vida y muerte en de los pueblos originarios, cuenta con una personalidad en los relatos de combate diario de los pueblos afrodescendientes y está presente en los cantos y en las leyendas campesinas; justamente el Hambre es un personaje recurrente en la tradición narrativa con el fin de saber que él está al acecho … y, es por ello, que siempre se le ha contrarrestado cuando golpea fuerte, hay que narrarlo para conocer bien sus artimañas, de sus alianzas con los desastres naturales cíclicos… hay que relatarlo siempre, no perderlo de vista, saber que está ahí… que se presenta en forma de viento seco, de viento frío o en tormenta, se transforma en candela o en bola de fuego, se configura en una presencia de suma belleza que enferma e intoxica, … nuestras batallas con él han sido fuertes, el Hambre se encarga de decirnos que siempre está dentro de uno, que convive con uno… que, también, hay un Hambre dentro de la tierra… que ataca la fertilidad de los suelos… que interrumpe la celebración de los alimentos cosechados; así hemos creado, desde la diversidad cultural del país, numerosas tradiciones agrícolas y pesqueras que han derivado en comidas originales, en una culinaria de las fatigas de los días, en un oficio de fogones caseros de extraordinarias combinaciones de sabores… todo ello fruto de una relación orgánica entre humano y naturaleza.
Pero fueron llegando nuevos giros del tiempo en que dejamos de personalizarlo y empezamos a creer en otras formas de control…. en otras economías en las manos… en otras oraciones fértiles … y, calladamente, fuimos entrando en la dependencia de otras fuentes de mercado; entonces El Hambre, como personaje preventivo, se soltó, desapareció de nuestros relatos comunes… se nos perdió de vista… se empezó a disfrazar de manera extraña, nos sorprendía en nuestros descuidos, nos engañaba… y comenzó a azotarnos con fuerza; dejamos de soñarlo… dejamos de narrarlo… fuimos a esperar otros alimentos, casi ajenos, fuimos a hacer turnos por nuestra comida, lejos de casa, y nos dispusimos a depender de otras fuerzas, a estar en manos de intereses contrarios a nuestra cultura… que nos hicieron creer que la cocina ancestral era pobre de nutrientes y “sin gourmet ni buqué”, así nos dijeron.
De algún modo enfrentar con eficiencia al hambre de hoy, es proponerse a recuperar la autonomía territorial, la autodeterminación cultural de nosotros como pueblos nativos. Así mismo ha ocurrido con la gente que tiene raíz en los pies y escamas en los brazos: con los pueblos afros y con los campesinos de manos-labranza.
Aún está entre nosotros el maíz-matriz (esa mazorca arcoíris de los pueblos Zenú… de los surcos de Mobil), la dulce Senna (… esa batata ceremonial de los Koguis), el pirujüi y el kepeshuna (… los fríjoles sonrientes wayuu), la yuca brava y la yuca dulce (… que se transforma en Kasabe y Fariña en las manos de la cultura de la Orinoquía y de la Amazonía), la Coca y su mambe entre selvas y montañas, los morichales y sus frutos de palma con sus chives de Ibacaba y Patabá revueltas con fariña en el gran Vaupés, el jugo de los peces Tukunaré, Waracú, Pirarucú… extraídos de las camas fluviales del Inírida, del Caquetá, del Apaporis, del Putumayo… de las siembras estacionales de las Chagras (… huertas y rozas de la tierra negra), de las papas nativas (Mortiña, Morada, Quincha…) que siguen asomando su rostro de colores en las laderas andinas de Nariño y Boyacá; son parte del bodegón alimentario y milenario de los pueblos de tierra negra de la Colombia adentro. Habernos olvidado del Hambre que habita en la conciencia colectiva y de darle la espalda, propició la llegada de la desnutrición, que devora la dignidad del ser. Esta enfermedad de la desnutrición se debe a que perdimos la intimidad de la tierra, dejamos de hollar sobre sus humus, nos quitaron el control de los caminos, se esfumó el diálogo con la tierra, la interacción con el entorno natural inmediato. Apareció otro tipo de sensibilidad como propietario de la tierra, aparecieron hombres y mujeres que llegaron con el sólo propósito de ser ricos explotando la tierra, en lugar de continuar con la actitud sagrada de trabajar con y en la tierra dentro de la vida… y, por ahí derecho, recibir remuneración.
Enfrentar el caos del hambre, que se distribuye a lo largo y ancho del país, sin la mirada y el factor cultural es sólo merodear el asunto con los” infalibles” métodos científicos que siempre esgrimen sus herramientas de adaptabilidad, inmunidad, salubridad, innovación, productividad… las cuales presentan con cierta autosuficiencia que invalidan cualquier otro factor de cambio.
Le cae bien a la mesa de los debates sobre El Hambre en Colombia, plantear las unidades conceptuales creadas por la inteligencia de la contemplación, la relación espiritual y el lenguaje empírico de la piel, que se palpita en el campo, en la selva, en las playas, en las grandes llanuras.
Es determinante volver a reforzar los conceptos del Dabucurí (entre los indígenas del Vaupés y el Amazonas), del Yanama (entre los Wayuu), de la Minga (entre los Caucanos) … del fogón colectivo de la Uramba (entre los pueblos afros del pacífico). Es el Gobierno Nacional quién debe escuchar a las voces de la cultura, garantizarles la autodeterminación a los pueblos, replantear el canon alimentario occidental y hacer que respeto los linderos de las diferencias culturales, blindar a las comunidades vulnerables de las arremetidas de la evangelización cristiana inconsultas, de la avalancha del capitalismo de enclave y estimular la soberanía alimentaria de la sabiduría del sabor que aún subyace al interior de nuestros pueblos ancestrales.
Miguelángel Epeeyüi Lópezamerindia@hotmail.com